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Dos semanas sin Papa para preparar cónclave

  • anitzeld
  • hace 12 horas
  • 4 Min. de lectura

En Roma, el tiempo tiene otra cadencia. Los relojes siguen corriendo, pero todo parece ralentizarse cuando el trono de Pedro queda vacío. Son días en los que la Ciudad del Vaticano respira hondo, se guarda en sí misma y se prepara, como lo ha hecho tantas veces en su historia, para elegir a un nuevo pastor.


Desde la Plaza de San Pedro, los peregrinos observan ese cielo romano de abril —ni del todo azul, ni del todo gris— y se preguntan, tal vez en voz baja, quién vendrá ahora. ¿Un reformista? ¿Un teólogo tradicional? ¿Alguien inesperado, venido del sur global, como ya sucedió una vez?


Cuando muere un Papa, se activa un protocolo muy preciso que combina tradición, liturgia y organización práctica. El proceso hasta el cónclave, incluyendo cambios que introdujo Francisco:


Tras la muerte del Papa el Vaticano entra en una especie de pausa solemne. No hay audiencias, no hay encíclicas, no hay bendiciones Urbi et Orbi. Solo el silencio ceremonioso de los días que separan la historia de un pontificado del inicio de otro.


El camerlengo sella los aposentos del Papa saliente. Se verifica la ausencia del anillo del pescador, se apagan escudos, se baja la voz. El mundo católico entero entra en un compás de espera. Se calcula el tiempo: quince días para convocar a los cardenales. Quince días de puertas cerradas y murmullos abiertos.


Mientras tanto, en los pasillos vaticanos, se cruzan miradas, se hacen llamadas discretas, se repasan nombres. La palabra “cónclave” —con su raíz en el latín cum clave, encerrados con llave— empieza a pesar más que cualquier homilía. Porque ahí dentro, en la Capilla Sixtina, se jugará no solo el destino del papado, sino también la dirección espiritual y política de más de mil millones de personas.


Y fuera, el mundo observa. Unos con fe, otros con suspicacia, muchos con simple curiosidad. Porque aunque no sean católicos, todos entienden que la silla vacía en Roma nunca es un vacío cualquiera.





El Cónclave


Cuando muere un Papa, el Vaticano entra en un tiempo suspendido, un intermedio solemne llamado sede vacante. Todo comienza con la confirmación oficial de la muerte, un gesto que no es solo formalidad, sino símbolo. El Camarlengo, una figura casi invisible en tiempos normales, toma el protagonismo. Él certifica el fallecimiento, sella el apartamento pontificio y manda destruir el anillo del Pescador, ese anillo que representa la autoridad del Papa y que, con su destrucción, marca el final de un pontificado.


A partir de ese momento, Roma se viste de luto. Comienzan nueve días de ceremonias fúnebres, las llamadas novemdiales, donde la Iglesia reza por el alma del Papa difunto y por el futuro que vendrá. Mientras tanto, las oficinas vaticanas se paralizan parcialmente. Todos los prefectos de dicasterios —el equivalente a ministros— cesan en sus funciones, salvo contadas excepciones. El gobierno de la Iglesia entra en pausa.


Poco a poco, los cardenales del mundo llegan a Roma. Los que tienen derecho a voto, es decir, los menores de 80 años, se preparan para uno de los ritos más herméticos y determinantes de la Iglesia católica: el cónclave. Antes de encerrarse en la Capilla Sixtina, se reúnen en congregaciones generales, encuentros en los que se comparte información sobre la situación de la Iglesia, se intercambian perspectivas y, a veces, se hacen visibles las primeras corrientes de pensamiento.


Cuando todo está listo, se cierra la puerta del cónclave. Literalmente. Los cardenales quedan incomunicados del mundo exterior. Y comienza la elección. Se vota hasta cuatro veces al día. Las papeletas se queman tras cada ronda, y el humo que escapa por la chimenea del Vaticano es la señal para el mundo: negro si no hubo acuerdo, blanco si finalmente se ha elegido a un nuevo sucesor de Pedro.




Aunque el ritual tiene siglos de historia, el papa Francisco ha dejado su huella en cómo se vive este proceso. No modificó las reglas esenciales del cónclave, pero sí influyó en su espíritu. Desde su elección en 2013, ha insistido en que el discernimiento debe estar por encima de las estrategias. Ha denunciado en varias ocasiones las “campañas” que se mueven entre bastidores y ha pedido a los cardenales que se acerquen al cónclave con humildad, oración y sin ambiciones.

Su reforma de la Curia, además, cambia el modo en que se piensa el liderazgo en la Iglesia. Ahora los cargos importantes no están reservados solo a cardenales, y ha nombrado a muchos provenientes de países del sur global, obispos con experiencia pastoral más que diplomática. Eso ha diversificado el colegio electoral y ha ampliado la idea de qué tipo de Papa puede venir después.


Así, cuando un Papa muere, no solo termina un gobierno. Comienza un espacio cargado de símbolos, rezos, decisiones silenciosas y preguntas abiertas. El mundo espera humo blanco, pero dentro de los muros vaticanos, lo que realmente se busca es un pastor. Y eso, como bien sabe Francisco, no se elige solo con votos.





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